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Reconocí los copos. Los había visto golpear contra mi parabrisas en San Martín de los Andes. ¿Cómo no me iba a percatar de su presencia en Villa Rivera Indarte? Era la medianoche del domingo, víspera de un feriado, cuando recorrí la ciudad bajo la nieve. Y después, la retro. El cañón de fuego de Babylon que recalentaba las sienes. La gente que llenaba de risas mi tristeza. Y reculé, retrocedí, me fui para atrás no sólo musicalmente. Reciclé otras desazones sin sentido, otras nieves. Tomé un envión tan grande que, de un salto, el martes amanecí en Corrientes y Esmeralda. Paré un taxi y lo llevé a Recoleta. Caminé por Junín. De un lado, el cementerio. Del otro, Sahara, la discoteca. Allí, tan cerca de la muerte, alguna vez amé la vida y fui correspondido. La nieve tiene esas propiedades más allá de servir para fabricar muñecos. La nieve se derrite y rápidamente se entrega al recuerdo. Pero antes, pone las cosas blanco sobre negro.
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