Siempre me invitaron a la fiesta de los ex alumnos del cole y nunca me prendí. Hasta ahora. Hasta este caluroso día en el que entro al salón, saludo a los pocos que reconozco y me sirvo la porción de pizza que me ofrecen desde una bandeja. Es una extraña situación. La gente a la que dejé de frecuentar cuando éramos adolescentes, me devuelve ahora en el espejo un rostro enmarcado por canas, calvicie o tintura de colores diversos. Sin embargo, somos los mismos, nos obstinamos en exhibir antiguos gestos, tenemos casi idénticos recuerdos. La música retro ayuda a confundirnos. La banda en vivo versiona versiones excelentes. Y ya me empiezo a sentir cómodo, cambio reseñas biográficas propias por ajenas, recorro el camino hacia la choppera siguiendo un rastro de espuma. Y en esa misma ruta me interseca la trayectoria zigzagueante de una mujer que puede arruinarle la vida a cualquiera. Me mira, advierte que mi vida ya es ruinosa y sigue de largo. Yo la veo girar sin rumbo y pienso que en las góndolas del idioma castellano, debo encontrar rápidamente la palabra que me abrirá las puertas de su percepción. El término justo que seduzca a mi verdugo y la retenga. Son apenas las tres de la mañana. Y estoy a un vocablo del rapto cuyas consecuencias no podrá compensar ningún rescate, por muy elevado que sea.
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